Pasado,
presente y futuro son tres palabras que representan mucho para la historia, las
personas, instituciones y naciones.
Ese es el
tiempo, lo que permite organizar el flujo de acontecimientos de manera
secuencial.
Alrededor de
este tema se ha escrito mucho, filosófica y pragmáticamente. Enfoques desde la física, comenzando por la
mecánica clásica, la relativista y la cuántica.
Las
culturas han dibujado en sus conceptos al tiempo, los griegos con la imagen
circular, pero los hebreos lo concibieron como algo lineal y de allí el
pensamiento cristiano entendieron la temporalidad como un principio y un final.
Un final
que apunta hacia una nueva dimensión, la eternidad.
Qué hacía
Dios antes de crear el tiempo, era la pregunta que tentaba a Agustín de Hipona a querer responderles a los maniqueos y filósofos del entretenimiento que
seguramente Dios estaría creando infiernos para los filósofos que hicieran este
tipo de pregunta, pero esto era tan sólo un chiste, la realidad es que este
filósofo teólogo que marcaría la historia del pensamiento cristiano aportó
ideas muy generadoras de reflexión acerca del tiempo, que nos permitirá hacer
una simple afirmación final, al concluir esta reflexión.
Una idea
definitiva es que el tiempo es real y por tanto no es una simple ilusión
divorciada de los objetos materiales e históricos que nos rodean. Pero claro
está, se mueve, tiene una sucesión, un fluir, una dinámica. No obstante, en el
interior del tiempo hay una pulsión y esta no es temporal sino eterna, donde la
eternidad, en este enfoque agustiniano, funda el tiempo. El tiempo es una
fundación de la eternidad, en donde las creaturas son y no son. Son porque
provienen de Dios y no son porque cambian, mutan, se transforman, en una
dialéctica, en una paradoja donde danzan lo eterno y lo transitorio. De allí
que para la creatura vivir es la vez morir. Tragedia y oportunidad. Un progreso
indefinido como resultado de esta paradoja no tiene sentido dentro de un
entendimiento o conceptualización cristiana. Hay por ende un fin y este se
encuentra en la unión con Dios. Alcanzar la eternidad es la meta, no un viaje sin
fin de imperio a imperio.
De allí que
para ser feliz en la temporalidad debemos abrirnos a la eternidad, lo eterno
presente en lo temporal. De allí que la encarnación, Jesucristo, es quien da
sentido al tiempo. Los tiempos con Cristo son salvación de la crueldad del
tiempo por el tiempo, de vivir por vivir, de imperio a imperio, de sufrimiento
a sufrimiento en un tiempo que se repite sin cesar. Fatalidad. Con Cristo no
hay tal cosa, sino una puerta abierta al cielo, a lo eterno aún estando en lo
más terrenal y temporal de la vida, el aquí y el ahora, saliendo del pasado y
caminando hacia el futuro.
El tiempo
viene de la eternidad, el tiempo sirve para prepararnos para la eternidad, para
pasar la creación como por el fuego purificador, y el tiempo una vez cumplida
su misión, entonces desembocará en la Eternidad como los ríos en la mar.
La
afirmación final es muy práctica. En cada momento, tiempo, situación, está
presente la eternidad como espíritu, como pascua de Cristo, como puerta, a
veces tan visible como la hora de la muerte, pero a veces tan sutil como
simplemente la hoja que cae, la célula que es desplazada, el día que termina,
el mes que nunca volverá, el año recordado con nostalgia, el barco que zarpó,
el poema perdido, o el sol que vuelve a nacer, en fin, de eso que Nicodemo
quería saber, de aquello que es algo más allá de lo cotidiano, de lo temporal,
la gota de eternidad, o el océano al final de cuentas.
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