En Cristo no hay dos personas, sino una sola, la persona de Jesu-Cristo. Si hubieran dos entonces tendríamos a un ser con doble personalidad, una especie de trastorno crónico de personalidad, un ser dividido y confuso.
En Cristo hay dos naturalezas unidas para siempre, la humana y la divina, en una sola persona.
Y esto de ser una sola persona y no dos ni tres, es algo humanamente importante, no solo un asunto filosófico o teológico, sino existencial si se le aplica al hombre, al ser humano en general.
Ser una sola persona es una realidad, nadie en esta tierra es doble o triple, excepto como ya dijimos
por la vía del trastorno, en que el individuo funciona como si fueran dos, tres y hasta cuatro.
Pero, mirando hacia Cristo, el cual tuvo una sola persona y una sola personalidad humana-divina bien compactada, madura y perfecta, con sus límites establecidos para su momento, nos damos cuenta de la necesidad de imitarlo y hasta de educar nuestros hijos en esa dirección, sin confusión de roles, ni de afectos, ni de doctrina, sin mezclas contradictorias de valores, con límites puestos y auto-impuestos, sin dobles lealtades, ni caprichos, ni actuando para ser aceptados, ni creyéndose superiores o inferiores a los demás, buscando la adaptación realista y el ejercicio sano de la inteligencia, la voluntad, la capacidad de amar y de ser productivos en las cosas que emprendan. Y además, el derecho a soñar, a la utopía, a la creatividad y a recrear el futuro de la esperanza del Reino.
Así fue Jesús. Una sola persona, aunque incluyera en su ser íntimo la condición humana, al hijo del hombre y la divina, al hijo de Dios.
Humanos e hijos de Dios, son dos elementos que debemos apreciar en nuestra espiritualidad de cristianos nacidos de nuevo y aceptar que somos una sola persona, aunque lamentablemente con distorsiones adámicas que nos tienta a querer ser dioses y no lo que somos, seres humanos imperfectos, hijos de Dios por medio de Cristo el puente posible para esa dimensión íntegra, ser uno sólo y no dos.
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